EN ESTE SEGUNDO ANIVERSARIO DE LA INAUGURACIÓN DEL INSTITUTO
OBRERO LOS QUE FUIMOS SUS ALUMNOS
SENTIMOS LA AÑORANZA POR
LOS COMPAÑEROS CAÍDOS.
PLASMAMOS NUESTRO SENTIMIENTO EN ESTE MODESTO MEMORIAL Y
LO OFRECEMOS A LOS QUE TODAVÍA LLORAN AL HIJO O AL
HERMANO.... COMO NOSOTROS LLORAMOS AL AMIGO.
Sabadell, 1 de Noviembre del 1939
Acaba de extinguirse el último eco de la guerra.
Los insectos construyen de nuevo sus
nidos y el sol de la paz quiere volver a lucir
su vestido de oro, mientras la tierra se estremece todavía por el
tronar de los cañones.
¡Oh, Guerra! ¡Cuántas ilusiones has ahogado entre tus garras!
Hoy, viejos antes de comenzar a vivir, vemos cual ha sido tu obra.
Todas nuestras esperanzas, nuestros más preciados sueños, los ha
engullido fríamente este monstruo llamado Guerra.
Siete amigos teníamos; de ellos, ¿qué queda? Siete humildes
tumbas alejadas, tal vez ignoradas, que
no podrán ser regadas por nuestras lágrimas, ni un ramo de flores
les dejará su perfume. Solamente
podemos besar piadosamente la tierra, porque ella, amorosa, los ha
acogido en su pecho.
Todavía vibra en nosotros el eco de sus voces, y de sus
cantarinas risas. Su recuerdo, resplandeciente, preside todos
nuestros pensamientos impregnándolos de una melancolía infinita.
No retorna aquella alegría desbordante de
entonces a nuestros ojos, donde
la sombra de la tristeza impide la magnanimidad
de nuestra alma soñadora.
¡Siete amigos teníamos! Ellos han
alcanzado la palma del heroísmo más vivo; han caminado por los
senderos más espinosos de la
vida, dejando regueros de su sangre, que han
pasado por nuestros corazones dejándolos
despedazados.
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Fue en otro primero de noviembre. La
ilusión jugaba en nuestros ojos. Todo
respiraba unas enormes ganas de vivir.
Intensa alegría resplandecía en
nuestras risas.
Allí intimamos; pudimos apreciar el verdadero valor de
la palabra amistad. Entretanto,
los días, huidizos, se deslizaban con
ritmo frenético.
La guerra continuaba su obra de destrucción. Implacable, tuvo
necesidad de unos muchachos, y entre
muchos otros, contaron con nuestros
amigos.
Se marcharon: unos animados por
alentadoras esperanzas engendradas por la inexperiencia,
otros, con una visión más clara de la realidad temían
partir. Pero todos se alejaban
mientras sus ojos brillaban enigmáticos
temblando en ellos contenidas lágrimas.
Más días... Los árboles se
embellecieron, los capullos perdieron
su timidez y los pájaros formaron sus
nidos.
El tiempo, inexorable, seguía su camino. ¿Dónde estaban
nuestros amigos? Los sabíamos en constante
peligro. Un día, la angustia de la espera arraigó en nosotros.
Preguntábamos al viento ¿por qué no nos
escriben? ¿Por qué? decíamos mirando las nieblas. Y
ellas, insensibles, huían sonrientes mientras el eco
respondía: ¿por qué?
Y tuvimos conciencia de que no existía el
presente; cada momento pasaba rápido y pertenecía ya
al pasado. Queríamos detener el tiempo, nuestros pasos que nos lo
señalaba, la vida toda que lo
demostraba; queríamos cerrar los capullos, queríamos... no saber
nada, porque adivinábamos nuestra mala suerte.
¡Oh, qué sarcasmo! La naturaleza lucía sus más hermosas
galas mientras la guerra sacrificaba vidas y más vidas a la
ambición!
¡Nuestros amigos! Fueron siete
sonrisas marchitadas antes de nacer, siete capullos rasgados antes de
florecer, siete esperanzas que no pudieron realizarse.
Ahora, todavía con la fiebre del
desconsuelo los buscamos por la inmensidad de
la realidad y los encontramos en los
vericuetos del recuerdo. Sus
imágenes, claras y precisas nos sonríen esperanzadoras: “no nos
lloréis”, dicen, pero nosotros,
inconscientes a sus voces dejamos que
crezcan los surcos en nuestras amarillentas
mejillas, porque, compañeros caídos, no lloramos porque
abandonasteis la tierra, lloramos... lloramos porque nosotros no os
pudimos acompañar.